Sergio Arteaga
La capacidad operativa sin virtud cívica nos lleva a la catástrofe.
Protágoras
Nos disponemos a publicar Mis aventuras como espía, de Robert Baden-Powell, cuando el terrorismo yihadista se ha instalado en el imaginario colectivo como una de las amenazas más graves para las democracias liberales. Pues bien, aunque el yihadismo y el movimiento escultista mundial, fundado por Baden-Powell, representan valores opuestos, de la comparación de sus fundamentos emergen algunas interesantes semejanzas.
En su prólogo a Mis Aventuras como Espía, Juan Carlos Castillón cuenta cómo en el siglo XIX las sociedades industrializadas asistieron al surgimiento de los jóvenes como grupo social independiente. Sin otra responsabilidad que formarse, este colectivo acusaba una falta de propósito que lo hacía vulnerable a lo que la moral victoriana calificaba de vicios urbanos y conducta desordenada. En ese escenario, señala Castillón, Baden-Powell se entregó a una cruzada para regenerar a los jóvenes y encarrillarlos en valores como “el sacrificio, la disciplina, la abstinencia, la castidad, el patriotismo y, sobre todo, la obediencia a las jerarquías naturales de la sociedad”.
En el siguiente pasaje del prólogo basta con reemplazar “ingleses” por “yihadistas” e “Inglaterra” por “Estado Islámico” para reconocer, salvando las distancias, las similitudes entre la moral victoriana y la yihadista:
(…) los ingleses se habían dado un Dios a imagen y semejanza de como ellos creían ser. Era un Dios duro, pero justo–al menos con la gente correcta y un poco menos con las razas no inglesas–, que no esperaba al otro mundo ni a la hora de juzgar ni a la de condenar. Un Dios que premiaba la iniciativa, castigaba el vicio y la decadencia, que colocaba a cada cual en su lugar dentro de la sociedad inglesa y a Inglaterra en su lugar en lo más alto de la jerarquía de las naciones. Era un Dios digno de la Inglaterra victoriana, un completo coñazo que interfería en tu vida personal, imponía todo tipo de cargas a la vida familiar y exigía, como el del Viejo Testamento, una completa obediencia. Pecar en Inglaterra era un problema de Estado.
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Con el tiempo el escultismo fue atemperando sus pretensiones redentoras y aires filo-militares, y a Baden-Powell se lo recuerda por su legado políticamente correcto. Del yihadismo no cabe esperar una evolución parecida, pues es totalmente dependiente de la barbarie como modus operandi y técnica de propaganda.
Además, mientras el escultismo aspira a la forja del carácter, el yihadismo alienta su desintegración. A bote pronto, asociamos el carácter a una serie de atributos: determinación, perseverancia, valor, integridad, autonomía, tolerancia a la frustración… Es una noción imprecisa que enriquece y se emparenta con otras cualidades:
La facultad de traer de vuelta a discreción una atención errática una y otra vez, está en la raíz del criterio, el carácter y la voluntad. William James
Una definición de la madurez es la prolongación del lapso entre impulso y acción. Daniel Goleman
En ausencia de carácter, el terco se cree perseverante, el temerario valiente y el impulsivo determinado. En su presencia, resplandece lo mejor de nuestra humanidad. Ejemplos de genuino carácter son los líderes de movimientos de resistencia y desobediencia civil no violenta (Gandhi, Rajagopal, San Suu Kyi, Mandela, etc.), que transmutan el miedo y el rencor en compasión y sabiduría. A la larga, estas figuras prevalecen sobre sus opresores. La Torá dice: “¿Quién es poderoso? Quien domina sus pasiones”.
En las antípodas del carácter, estaría la fe extremista. A este respecto, el historiador británico Peter Watson sostiene que el fanatismo suele prosperar entre los más jóvenes e ignorantes (sobre todo varones) “debido a que no requiere ningún trabajo o conocimiento, ofrece la promesa de resultados rápidos y, claro, promete la camaradería, la pertenencia”.
En contraste con el carácter, el ethos neoliberal ensalza actitudes como el individualismo y la codicia, y las condimenta con otras dignas de mejor causa: el emprendimiento, la industriosidad, la resiliencia, etc. Además, reemplaza la austeridad y el ascetismo de la ética protestante por el hedonismo y la ostentación. Pero quizá el rasgo distintivo del ethos neoliberal es su desprecio por el atributo más preciado del carácter: la filantropía (en su sentido original de amor al género humano).
El carácter, con su dimensión filantrópica, es el eje de doctrinas filosóficas que han indagado con gran perspicacia sobre la condición humana. Por ejemplo, en el pensamiento confuciano, la virtud central es ren, que designa, a falta de una traducción precisa, la “naturaleza humana verdadera”, “la calidad humana”, la “humanidad perfecta”, la “benevolencia”, etc. El ren es una aspiración, un ideal inalcanzable de conducta moral al que debemos tender cultivando el amor al prójimo y el sentido de reciprocidad. Seguir la senda del ren supone comprometerse al aprendizaje incansable, la obediencia de los ritos y la práctica de la indulgencia.
Sin el amor al estudio, cualquier deformación es posible: el amor al ren se vuelve estupidez; el amor al saber, confusión; el amor a la honestidad, perjuicio: el amor a la rectitud, intolerancia; el amor a la valentía, rebelión; el amor al rigor, fanatismo. (Analectas, XVII, 8)
El confucianismo, el taoísmo y el budismo hace milenios que debaten sobre el carácter, y la síntesis de esa discusión tiene su expresión más popular en el cine de artes marciales de Hong-Kong. La imagen de un maestro del Kung-fu mortificando a su discípulo hasta que domina la ira y el dolor es un cliché que no ha perdido su capacidad de sugestión para adolescentes de todo el mundo.
Un par de siglos después que Confucio, Aristóteles acuñaba las tres dimensiones del carácter (Ethos): phrónesis (sensatez o sabiduría práctica), areté (virtud) y eunoia (benevolencia).
El Corán no se aparta del guión: “Esos que dan en los momentos de desahogo y en los de estrechez, refrenan la ira y perdonan a los hombres. Dios ama a los que hacen el bien. (Corán: 3/134).
La comparación entre carácter y ethos neoliberal viene a cuento de un artículo de Slavoj Žižek1 en respuesta a la masacre de Charlie Hebdo, donde el filósofo esloveno sugiere que el terrorismo yihadista es un retoño (o tumor) del orden neoliberal, y descarta que sus militantes sean fundamentalistas*, pues carecen de la profunda indiferencia de quienes lo son de verdad hacia el estilo de vida de los no creyentes. Mientras los budistas tibetanos –a quienes el filósofo pone como ejemplo de fundamentalistas auténticos– se compadecen de los occidentales y su búsqueda desesperada de la felicidad hedonista, los terroristas yihadistas están: “profundamente molestos, intrigados, fascinados, por la vida pecaminosa de los no creyentes. Uno puede sentir que, en la lucha contra el pecado de los otros, están luchando contra su propia tentación”.
Así pues, los jóvenes yihadistas estarían presos de frustración y rencor hacia las sociedades que, debido a su origen, les niegan la posibilidad de encarnar los ideales de éxito material y social que han interiorizado. Si el ethos neoliberal expresa la corrosión del carácter, la psicología del yihadista representa la corrosión de la corrosión.
Por descontado, cualquier ideal de carácter está social y políticamente construido, y su reivindicación en las doctrinas morales persigue el control social. Anthony Burgess lo expresa de manera elocuente:
La maldad pertenece a la personalidad (…). El gobierno, los jueces, la iglesia y la escuela no permiten el mal porque no permiten la personalidad.
Pero dejemos la crítica del discurso del poder para otra ocasión, y conjeturemos si el carácter, por problemática que sea su definición, supone una ventaja evolutiva, y en condiciones de enorme presión ambiental, una condición para la supervivencia. Para ilustrar esta ocurrencia sociobiologista, consideremos el caso de los calamares. Son seres muy inteligentes y tienen comportamientos hasta cierto punto sociales: a menudo cazan en grupo, lanzando ataques coordinados sobre sus presas. Sin embargo, cuando un individuo resulta malherido, el resto de la jauría se lanza sobre él a devorarlo. Caníbales como los neoliberales, los calamares han sobrevivido decenas de millones de años, pero no han prosperado gran cosa. En parte porque en el medio acuático no se dan las condiciones para que puedan desarrollar mucho más su inteligencia; en parte, según algunos etólogos, por su feroz individualismo. En otras palabras, si los calamares se hubieran forjado un carácter, quizá hoy comerían humanos a la romana.
Si la mediocre trayectoria de los calamares expresa un potencial frustrado, ¿por qué el ethos neoliberal se empeña en promover la manera de operar de estos cefalópodos? ¿No deberíamos preguntarnos por qué las antiguas culturas, aún más violentas y desiguales que la nuestra, situaban el carácter en el centro de sus doctrinas? ¿Aprendieron quizá que era una condición para la supervivencia?
Contemporáneo de Baden-Powell, el sacerdote estadounidense Ethelbert Talbot acuñó la máxima que inspiró a Pierre de Coubertin: “Lo importante no es vencer, sino participar”. Si Talbot exaltaba el fair play, en los años 30 del siglo XX el entrenador de fútbol americano Henry “Red” Sanders se mofaba del juego limpio al proclamar: “Ganar no es todo, es lo único”.
El lema de Sanders decretaba la obsolescencia del carácter y del fair play y presagiaba los modales del nuevo orden neoliberal, retratados con lucidez por Sami Naïr:
Marine Le Pen acaba de declarar, en una emisión de radio el 10 de diciembre, que aprueba la tortura siempre y cuando se trate de recabar informaciones que “permitan salvar vidas civiles”. (…) Es el mismo argumento que ofrecen los verdugos de Abu Ghraib en Irak, o los gestores de los campos de tortura de Guantánamo (…). La CIA ha torturado en Irak y en otros países; lo ha hecho con la complicidad de ciertos estados europeos (…) El problema es que, utilizando la tortura, deja de apreciarse lo que diferencia a los contraterroristas del Estado de los terroristas sin Estado. En ambos casos, encontramos la barbarie como regla de conducta. Y ésta se ha vuelto un elemento del clima malsano en el cual políticos como Marine Le Pen pueden florecer libremente…
En un mundo donde la tecnología hace posibles todas las distopías, el carácter podría ser un bien tan precioso como el agua que bebemos y el aire que respiramos. Porque sin carácter, ¿qué posibilidades hay de detener la metástasis del tumor yihadista? Y si se restituye el carácter, ¿dónde queda el neoliberalismo?
Karlo Chjeidze, menchevique e impulsor del marxismo en Georgia, escribió en 1913 que “el leninismo descansa por completo en estos momentos en la mentira y la falsificación y lleva en su seno el elemento emponzoñado de su propia desintegración” . Si reemplazamos ‘leninismo’ por ‘neoliberalismo’ la frase de Chjeidze recobra su frescura y poder de sugestión. Quizá la derrota del yihadismo es inevitable en la medida en que también lo es la del neoliberalismo, su razón de ser.
A saber qué díría Baden-Powell, un caballero en toda regla, del mundo de hoy. En cualquier caso, Mis aventuras como espía destila auténtico carácter. A su autor pueden reprochársele muchas cosas, pero llevaba en su seno el elemento benévolo de su eterna reivindicación.
Žižek entiende por fundamentalismo una actitud que parece corresponderse con la siguiente acepción del término en el DRAE: “Exigencia intransigente de sometimiento a una doctrina o práctica establecida”. ↩