No puedes ser dueño del conocimiento

Cory Doctorow


“Propiedad Intelectual” es uno de esos conceptos tan cargados ideológicamente que su pura mención basta para desencadenar una discusión. El término no se generalizó hasta los años sesenta, momento en que fue adoptado por la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), un organismo comercial que más tarde elevaría su estatus como organismo especializado de las Naciones Unidas.

El argumento de la OMPI para utilizar el término es fácil de entender: “las personas a quienes se les ha robado una propiedad” concita muchísima mayor simpatía en el iamginario público que “las entidades industriales que han visto como se violaba la frontera de sus monopolios reguladores”, siendo esta última la forma más común de hablar de una infracción tal antes de la emergencia del término “propiedad intelectual” en el campo de las artes.

¿Importa cómo lo llamemos? La propiedad, después de todo, es un concepto útil y bien comprendido en los campos de la ley y las costumbres, la clase de concepto que un consumidor puede entender sin pensárselo demasiado.

Eso es totalmente cierto, y es precisamente por eso que la frase “propiedad intelectual” es, desde la base, un eufemismo peligroso que nos lleva a toda clase de razonamientos defectuosos sobre el problema del conocimiento. Las ideas defectuosas acerca del conocimiento son problemáticas en el mejor de los casos, pero son letales para cualquier país que intente realizar su transición a una “economía del conocimiento”.

En esencia, lo que llamamos “propiedad intelectual” es simplemente conocimiento –ideas, palabras, melodías, proyectos, identificadores, secretos, bases de datos–. En determinadas maneras, este material es similar a la propiedad: puede ser valioso, puesto que en ocasiones se necesita invertir mucho dinero y trabajo en su cultivo y desarrollo para ser capaces de materializar dicho valor.

Pero también es diferente a la propiedad de maneras igualmente importantes: sobre todo, no es intrínsecamente “exclusiva”. Si usted invade mi casa, puedo echarle (excluirlo de mi casa). Si usted roba mi coche, puedo recuperarlo (lo excluyo de mi coche). Pero una vez que sabes mi canción, o lees mi libro, o ves mi película, esta deja de estar bajo mi control. A falta de una ronda de terapia electroconvulsiva, no puedo hacerte desaprender las frases que acabas de leer aquí.

Es esta desconexión lo que hace que el concepto de “propiedad”, cuando hablamos de propiedad intelectual, sea tan problemático. Si todos los que me visitaran en casa se llevaran un trozo físico de esta al marcharse, me volvería loco. Me pasaría el tiempo preocupado de quién fuera a entrar por mi puerta, les haría firmar todo tipo de acuerdos invasivos antes de permitirles usar el lavabo, y así sucesivamente. Y como sabe cualquiera que haya comprado un DVD y se haya visto obligado a ver el inútil e insultante cortometraje antipiratería (“Usted no robaría un coche”), es exactamente este el tipo de conducta que la propiedad inspira cuando se la vincula al conocimiento.

EL ROBO DE IDENTIDAD

Pero hay un montón de cosas valiosas en el mundo que no son propiedad. Por ejemplo, mi hija nació en febrero de 2008. Ella no es mi propiedad, pero vale muchísimo para mí. Si alguien me la arrebatara, el crimen no se llamaría “robo.” Si alguien la hiriese, no se trataría de un delito de “transgresión de la propiedad”. Tenemos un vocabulario y un conjunto de conceptos legales para tratar con el valor que encarna la vida humana.

Es más, aunque ella no es mi propiedad, todavía tengo un interés legalmente reconocido por mi hija. Ella es “mía” en un sentido significativo, pero ella también está bajo la jurisdicción de muchas otras entidades –los gobiernos del Reino Unido y Canadá, el NHS, los Servicios de Protección a la Infancia, incluso el resto de su familia- todos ellos pueden reclamar alguna participación en la situación, tratamiento y futuro de mi hija.

Intentar meter con calzador el Conocimiento en la metáfora de la “propiedad” nos deja sin la flexibilidad ni los matices que detentaría un verdadero régimen de derechos del conocimiento. Por ejemplo, los hechos no son susceptibles de derechos de autor (copyright), por lo que nadie puede decir que “posee” su dirección, el número en su placa de matrícula o el PIN para su tarjeta de débito. Sin embargo, Todas estas son cosas en la que cualquiera tiene un poderoso interés -y ese interés puede y debe ser regulado por la ley.

Hay un montón de creaciones y hechos que están fuera del alcance de los derechos de autor: marcas, patentes y otros derechos que conforman la hidra de la propiedad intelectual, desde recetas de cocina hasta el “arte ilegal”, como puede ser remix de una canción, pasando por el listín telefónico. Estas obras no son objeto de propiedad -y no deben ser tratadas como tales- pero para cada una de ellas, existe un ecosistema entero de personas que poseen un legítimo interés en ellas.

Una vez escuché decir al representante de la OMPI para la Asociación Europea de Radiodifusoras Comerciales explicar que, dada la enorme inversión que sus miembros habían hecho para registrar la ceremonia del sexagésimo aniversario de la Batalla de Dieppe, se les deberían dar el derecho de poseer la ceremonia, como si fuera un telefilm o cualquier otro “trabajo creativo”. De inmediato pregunté por qué los “dueños” deberían ser unos tipos ricos con cámaras (¿por qué no las familias de las personas que murieron en la playa? ¿Por qué no la gente que es dueña de la playa? ¿Por qué no los generales que ordenaron el desembarco?) Cuando se trata de conocimiento, el concepto de “propiedad” simplemente no tiene sentido: mucha gente tiene un interés en el rodaje de la ceremonia, pero argumentar que alguien “la posee” es un puro sinsentido

El derecho de autor -con todas sus peculiaridades, excepciones y exclusiones- fue, durante siglos, un régimen jurídico que intentó abordar las características únicas del conocimiento, en lugar de fingir ser simplemente otro conjunto de reglas para regular la propiedad. El legado de 40 años de “hablar de propiedad” es una guerra interminable entre posiciones irreconciliables sobre propiedad, robo y trato justo.

Si vamos a lograr una paz duradera en las guerras del conocimiento, es hora de dejar de lado la propiedad, es hora de empezar a reconocer que el conocimiento –el valioso, apreciable y costoso conocimiento– no es propiedad. No puede ser propiedad. El Estado debe regular nuestros intereses relativos en el reino efímero del pensamiento, pero esa regulación debe ser acerca del conocimiento, no un torpe remake del sistema de propiedad.

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